domingo, 21 de junio de 2015

"¿Si Dios viste así la hierba de los campos, no hará mucho más por vosotros, hombres de poca fe?"

Cojo hoy en nombre de Dios la pluma, para que mis palabras al estamparse en el blanco papel sirvan de perpetua alabanza al Dios bendito, autor de mi vida, de mi alma y de mi corazón. Quisiera que el universo entero, con todos los planetas, los astros todos y los innumerables sistemas siderales, fueran una inmensa superficie tersa donde poder escribir el nombre de Dios. Quisiera que mi voz fuera más potente que mil truenos, y más fuerte que el ímpetu del mar, y más terrible que el fragor de los volcanes, para sólo decir, Dios. Quisiera que mi corazón fuera tan grande como el cielo, puro como el de los ángeles, sencillo como la paloma, para en él tener a Dios. Mas ya que toda esa grandeza soñada no se puede ver realizada, conténtate, hermano Rafael, con lo poco, y tú que no eres nada, la misma nada te debe bastar...

¡El que tiene a Dios! ¡Sí!, ¿por qué callarlo?... ¿Por qué ocultarlo? ¿Por qué no gritar al mundo entero, y publicar a los cuatro vientos, las maravillas de Dios? ¿Por qué no decir a las gentes, y a todo el que quiera oírlo?... ¿Ves lo que soy?... ¿Veis lo que fui? ¿Veis mi miseria arrastrada por el fango?... Pues no importa, maravillaos, a pesar de todo, yo tengo a Dios..., Dios es mi amigo..., que se hunda el sol, y se seque el mar de asombro..., Dios a mí me quiere tan entrañablemente, que si el mundo entero lo comprendiera, se volverían locas todas las criaturas y rugirían de estupor. Más aún... todo eso es poco. Dios me quiere tanto que los mismos ángeles no lo comprenden.

¡Qué grande es la misericordia de Dios! ¡Quererme a mí..., ser mi amigo..., mi hermano..., mi padre, mi maestro..., ser Dios y ser yo lo que soy!...

¡Ah!, Jesús mío, no tengo papel ni pluma. ¡Qué diré!... ¿Cómo no enloquecer?...

San Rafael Arnáiz Barón (1911-1938), monje trapense español 
Escritos espirituales, Dios y mi alma 04/03/1938 

lunes, 8 de junio de 2015

¿Es lo mismo recibir la comunión en la mano que en la boca?

P. Jon M. de Arza, IVE.


En primer lugar, algunas normas. El primer documento de la Santa Sede que habla de la comunión en la mano es la Instrucción Memoriale Domini, de la Sagrada Congregación para el Culto Divino, 29 de mayo de 1969; más tarde, la Instrucción Immensae caritatis, 29 de enero de 1973; el Ritual de la sagrada comunión y del culto a la Eucaristía fue-ra de la misa, y una carta del 3 de abril de 1985, publicada por la Congregación para el Culto divino en la que se expresan las condiciones para dicha práctica.
Por su parte, la Institutio Generalis Missalis Romani, recogiendo las normas antedichas, regla lo si-guiente:
«161. Si Communio sub specie tantum panis fit, sacerdos hostiam parum elevatam unicuique os-tendit dicens: Corpus Christi. Communicandus respondet: Amen, et Sacramentum recipit, ore vel, ubi concessum sit, manu, pro libitu suo. Communicandus statim ac sacram hostiam recipit, eam ex integro consumit». Es decir, en principio, la Comunión se recibe en la boca, pero, donde sea concedido (por la Conferencia Episcopal), puede el fiel, a elección, comulgar recibiendo la hostia en la mano. En cambio, cuando la Comunión se recibe «por intinción» (esto es, bajo ambas especies, mojando la hostia en el Cáliz), obviamente, sólo puede recibirse en la boca (Cf. IGMR, 287).
La Instrucción Redemptionis sacramentum, de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (25/03/2004: AAS 96 (2004) 549-601), señala lo siguiente:
 [92.] Aunque todo fiel tiene siempre derecho a elegir si desea recibir la sagrada Comunión en la boca, si el que va a comulgar quiere recibir en la mano el Sacramento, en los lugares donde la Conferencia de Obispos lo haya permitido, con la confirmación de la Sede Apostólica, se le debe administrar la sagrada hostia. Sin embargo, póngase especial cuidado en que el comulgante consuma inmediatamente la hostia, delante del ministro, y ninguno se aleje teniendo en la mano las especies eucarísticas. Si existe peligro de profanación, no se distribuya a los fieles la Comunión en la mano.
 [93.] La bandeja para la Comunión de los fieles se debe mantener, para evitar el peligro de que caiga la hostia sagrada o algún fragmento.
 [94.] No está permitido que los fieles tomen la hostia consagrada ni el cáliz sagrado «por sí mismos, ni mucho menos que se lo pasen entre sí de mano en mano». En esta materia, además, debe suprimirse el abuso de que los esposos, en la Misa nupcial, se administren de modo recíproco la sagrada Comunión.
De aquí podemos deducir que el recibir la Comunión en la mano es una excepción allí “donde la Conferencia de Obispos lo haya permitido, con la confirmación de la Sede Apostólica”.
Por distintos motivos, creemos que es más conveniente recibirla en la boca, en primer lugar, porque el riesgo de profanación es mucho menor, por eso se dice que “si existe peligro de profanación, no se distribuya a los fieles la Comunión en la mano”; en segundo lugar, para impedir que queden partículas en la mano, lo cual se quiere evitar al máximo cuando se da en la boca, poniendo el uso de la bandeja; en tercer lugar, por reverencia al Sacramento. El sacerdote, aunque indigno, tiene sus manos consagradas con el crisma y es ministro ordinario de la Eucaristía, a quien compete por oficio “dar lo sagrado”.
Es cierto que antiguamente se recibía la Comunión en la mano, la cual debía presentarse como un trono que recibía a Cristo, y se comulgaba con mucha reverencia: «Cuando te acerques (a recibir el Cuerpo del Señor), no lo hagas con las palmas de las manos extendidas ni con los dedos separados, sino haciendo de tu mano izquierda como un trono para tu derecha, que ha de recibir al Rey, y luego con la palma de la mano forma un recipiente (cavidad), recoge el cuerpo del Señor y di “Amén”. En seguida, santifica con todo cuidado tus ojos con el contacto del sagrado Cuerpo y súmele, pero ten cuidado que no se te caiga nada; pues lo que se te cayese, lo perderás como de los propios miembros. Dime: si alguno te hubiera dado polvos de oro, ¿no lo guardarías con todo esmero y tendrías cuidado de que no se te cayese ni perdiese nada? Y ¿no debes cuidar con mucho mayor esmero que no se te caiga ni una miga de lo que es más valioso que el oro y las perlas preciosas?» (SAN CIRILO DE JERUSALÉN, Catequesis Mystagogicas, V, 21ss).
Incluso, en las misas dominicales se llevaba el Santísimo para comulgar durante la semana, teniendo en cuenta que no había Misa todos los días (Cf. J. A. JUNGMANN, El Sacrificio de la Misa, BAC, Ma-drid, 1961, vol II, 1066-1067), pero no por antigua, una práctica debe ser estimada como mejor y más conveniente para nuestros tiempos.
Mons. Ranjith, secretario de la Congregación para el Culto Divino, ha afirmado recientemente que «el Santo Padre habla a menudo de la necesidad de salvaguardar el sentido de la “alteridad” en cada expresión de la liturgia. El gesto de tomar la Sagrada Hostia y, en lugar de recibirla, ponerla en la boca nosotros mismos, reduce el profundo significado de la Comunión» (La Repubblica, 31/07/2008). La Eucaristía es un don, y esto se pone mejor de manifiesto cuando se la recibe directamente en la boca. Así se muestra la delicadeza con la que Dios (a través del sacerdote, como un padre que da de comer a sus hijos), nos ali-menta con el mismo Pan de los ángeles.

La Misericordia Divina


— La misericordia de Dios es infinita, eterna y universal.

— La misericordia supone haber cumplido previamente con la justicia, y va más allá de lo que exige esta virtud.

— Frutos de la misericordia.

I. San Pablo llama a Dios Padre de las misericordias1, designando su infinita compasión por los hombres, a quienes ama entrañablemente. Pocas otras verdades están tan insistentemente repetidas, quizá, como esta: Dios es infinitamente misericordioso y se compadece de los hombres, de modo particular de aquellos que sufren la miseria más profunda, el pecado. En una gran variedad de términos e imágenes –para que los hombres lo aprendamos bien–, la Sagrada Escritura nos enseña que la misericordia de Dios es eterna, es decir, sin límites en el tiempo2; es inmensa, sin limitación de lugar ni espacio; es universal, pues no se reduce a un pueblo o a una raza, y es tan extensa y amplia como lo son las necesidades del hombre.

La encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, es prueba de esta misericordia divina. Vino a perdonar, a reconciliar a los hombres entre sí y con su Creador. Manso y humilde de corazón, brinda alivio y descanso a todos los atribulados3. El Apóstol Santiago llama al Señor piadoso y compasivo4. En la Epístola a los Hebreos, Cristo es el Pontífice misericordioso5; y esta actitud divina hacia el hombre es siempre el motivo de la acción salvadora de Dios6, que no se cansa de perdonar y de alentar a los hombres hacia su Patria definitiva, superando las flaquezas, el dolor y las deficiencias de esta vida. «Revelada en Cristo la verdad acerca de Dios como Padre de la misericordia, nos permite “verlo” especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad»7. Por eso, la súplica constante de los leprosos, ciegos, cojos... a Jesús es: ten misericordia8.

La bondad de Jesús con los hombres, con todos nosotros, supera las medidas humanas. «Aquel hombre que cayó en manos de los ladrones, que lo desnudaron, lo golpearon y se fueron dejándolo medio muerto, Él lo reconfortó, vendándole las heridas, derramando en ellas su aceite y vino, haciéndole montar sobre su propia cabalgadura y acomodándolo en el mesón para que tuvieran cuidado de él, dando para ello una cantidad de dinero y prometiendo al mesonero que, a la vuelta, le pagaría lo que gastase de más»9. Estos cuidados los ha tenido con cada hombre en particular. Nos ha recogido malheridos muchas veces, nos ha puesto bálsamo en las heridas, las ha vendado... y no una, sino incontables veces. En su misericordia está nuestra salvación; como los enfermos, los ciegos y los lisiados, también debemos acudir nosotros delante del Sagrario y decirle: Jesús, ten misericordia de mí... De modo particular, el Señor ejerce su misericordia a través del sacramento del Perdón. Allí nos limpia los pecados, nos acoge, nos cura, lava nuestras heridas, nos alivia... Es más, en este sacramento nos sana plenamente y recibimos nueva vida.

II. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia10, leemos en el Evangelio de la Misa. Hay una especial urgencia por parte de Dios para que sus hijos tengan esa actitud con sus hermanos, y nos dice que la misericordia con nosotros guardará proporción con la que nosotros ejercitamos: con la medida con que midiereis seréis medidos11. Habrá proporción, no igualdad, pues la bondad de Dios supera todas nuestras medidas. A un grano de trigo corresponderá un grano de oro; a nuestro saco de trigo, un saco de oro. Por los cincuenta denarios que perdonamos, los diez mil talentos (una fortuna incalculable) que nosotros debemos a Dios. Pero si nuestro corazón se endurece ante las miserias y flaquezas ajenas, más difícil y estrecha será la puerta para entrar en el Cielo y para encontrar al mismo Dios. «Quien desee alcanzar misericordia en el Cielo debe él practicarla en este mundo. Y por esto, ya que todos deseamos la misericordia, actuemos de manera que ella llegue a ser nuestro abogado en este mundo, para que nos libre después en el futuro. Hay en el Cielo una misericordia, a la cual se llega a través de la misericordia terrena»12.

En ocasiones, se pretende oponer la misericordia a la justicia, como si aquella apartara a un lado las exigencias de esta. Se trata de una visión equivocada, pues hace injusta a la misericordia, siendo así que es la plenitud de la justicia. Enseña Santo Tomás13 que cuando Dios obra con misericordia –y cuando nosotros le imitamos– hace algo que está por encima de la justicia, pero que presupone haber vivido antes plenamente esta virtud. De la misma manera que si uno diera doscientos denarios a un acreedor al que solo debe cien no obra contra la justicia, sino que –además de satisfacer lo que es justo– se porta con liberalidad y misericordia. Esta actitud ante el prójimo es la plenitud de toda justicia. Es más, sin misericordia se termina por llegar a «un sistema de opresión de los más débiles por los más fuertes» o a «una arena de lucha permanente de los unos contra los otros»14.

Con la justicia sola no es posible la vida familiar, ni la convivencia en las empresas, ni en la variada actividad social. Es obvio que, si no se vive la justicia primero, no se puede ejercitar la misericordia que nos pide el Señor. Pero después de dar a cada uno lo suyo, lo que por justicia le pertenece, la actitud misericordiosa nos lleva mucho más lejos: por ejemplo, a saber perdonar con prontitud los agravios (en ocasiones imaginarios, o producidos por la propia falta de humildad), a ayudar en su tarea a quien ese día tiene un poco más de trabajo o está más cansado, a dar una palabra de aliento a quien tiene una dificultad o se le ve más preocupado o inquieto (puede ser la enfermedad de un familiar, un tropiezo en un examen, un quebranto económico...), prestarnos para realizar esos pequeños servicios que tan necesarios son en toda convivencia y en todo trabajo en común...

III. Por muy justas que llegaran a ser las relaciones entre los hombres, siempre será necesario el ejercicio cotidiano de la misericordia, que enriquece y perfecciona la virtud de la justicia. La actitud misericordiosa se ha de extender a necesidades muy diversas: materiales (comida, vestido, salud, empleo...), de orden moral (facilitar a nuestros amigos el que se confiesen, combatir la gran ignorancia acerca de las verdades más elementales de la fe enseñando el Catecismo, colaborando en una tarea de formación...). La misericordia es, como dice su etimología, una disposición del corazón que lleva a compadecerse, como si fueran propias, de las miserias que encontramos cada día. Por eso, en primer lugar debemos ejercitarnos en la comprensión con los defectos ajenos, en mantener una actividad positiva, benevolente, que nos dispone a pensar bien, a disculpar fácilmente fallos y errores, sin dejar de ayudar en la forma que resulte más oportuna. Actitud que nos lleva a respetar la igualdad radical entre todos los hombres, pues son hijos de Dios, y las diferencias y peculiaridades de cada personalidad. La misericordia supone una verdadera compasión, el compartir efectivamente las desdichas de nuestros hermanos, tanto materiales como espirituales.

El Señor hizo de esta bienaventuranza el camino recto para alcanzar la felicidad en esta vida y en la otra. «Es como un hilillo de agua fresca que brota de la misericordia de Dios y que nos hace participar de su misma felicidad. Nos enseña, mucho mejor que los libros, que la verdadera felicidad no consiste en tomar y poseer, en juzgar y tener razón, en imponer la justicia a nuestro modo, sino más bien en dejarnos tomar y asir por Dios, en someternos a su juicio y a su justicia generosa, en aprender de Él la práctica cotidiana de la misericordia»15. Entonces comprendemos que hay más gozo en dar que en recibir16. Un corazón compasivo y misericordioso se llena de alegría y de paz. Así alcanzamos también esa misericordia que tanto necesitamos; y se lo deberemos a aquellos que nos han dado la oportunidad de hacer algo por ellos mismos y por el Señor. San Agustín nos dice que la misericordia es el lustre del alma, la enriquece y la hace aparecer buena y hermosa17.

Al terminar este rato de oración, acudimos a nuestra Madre Santa María, pues Ella «es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la misericordia»18.

Aunque ya tengamos abundantes pruebas de su amor maternal por cada uno de nosotros, podemos decirle a la Santísima Virgen: Monstra te esse matrem!19, muestra que eres madre, y ayúdanos a mostrarnos como buenos hijos tuyos y hermanos de todos los hombres.

1 Primera lectura de la Misa. Año I, 2 Cor 1, 1-7. — 2 Sal 100. — 3 Mt 11, 28. — 4 Sant 5, 11. — 5 Heb 2, 17. — 6 Tit 2, 11; 1 Pdr 1, 3. — 7 Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 2. — 8 Mt 9, 27; 14, 20; 15, 22; 20, 30; Mc 10, 47; Lc 17, 13. — 9 San Máximo de Turín, Carta 11. — 10 Mt 5, 7. — 11 Mt 7, 2. — 12 San Cesáreo de Arlés, Sermón 25. — 13 Santo Tomás, Suma Teológica, 1, q. 21, a. 3, ad 2. — 14 Juan Pablo II, o. c., 14. — 15 S. Pinckaers, En busca de la felicidad, Palabra, Madrid 1981, pp. 126-127. — 16 Cfr. Hech 20, 35. — 17 Cfr. San Agustín, en Catena Aurea, vol. I, p. 48. — 18 Juan Pablo II, o. c., 9. — 19 Liturgia de las Horas, Segundas Vísperas del Común de la Virgen, Himno Ave, maris stella.

Fuente: Meditación del día de Hablar con Dios del Padre Francisco Fernández-Carvajal

viernes, 5 de junio de 2015

Orar con Santa Mariam de Jesús Crucificado

Salmo de contemplación

¿Con qué puedo compararme, Señor?
con los pajaritos implumes en su nido,
si el padre y la madre no les dan su alimento
mueren de hambre.
Así mi alma, Señor
sin Ti,
no tengo apoyo,
no puedo vivir.
¿Con qué me compararé, Señor?
Con un pequeño grano de trigo, sepultado en tierra.
si el rocío no lo alimenta
y el sol no lo calienta
el grano se marchita y muere.
Pero si Tú lo regalas
con la dulzura del rocío
y el calor de tu Sol
de la pequeña semilla
plena de linfa y de vigor
brotarán raíces
y germinará un tallo
fuerte en frutos abundante.
¿Con qué me compararé, Señor?
Con una rosa cortada
que al instante en la mano se marchita
y pierde su aroma.
Pero unida a su tallo
permanece fresca y brillante
intacta en su aroma.
Guárdame en Ti, Señor,
y comunícame tu Vida!...
¿Con qué te compararé, Señor?
Con la paloma que proporciona alimento a sus pequeños,
con una tierna madre
que alimenta a su criatura".

martes, 2 de junio de 2015

Desde una almena

Algunos de nosotros, y me refiero a quienes hacemos y leemos este blog y otros similares, tenemos una gracia particular: estamos relativamente apartados de la profundidad del Mal que se asienta en la sociedad y la Iglesia. Yo creo que Dios ha concedido esa gracia a los más débiles, a quienes no podríamos resistir las tentaciones y las trampas que a cada paso nos tendería el Enemigo con mucha mayor virulencia de lo que lo hace ahora.
Me refiero, concretamente, a quienes vamos regularmente desde hace años a la Misa Tradicional -sea lefe o no-, o a misa novus ordo decente y celebrada con unción, y nos mantenemos a prudente distancia de las actividades de parroquiales. Ese sano ambiente eclesial que nos rodea nos impide ver la realidad que se extiende al 98% de la Iglesia: comunidades que difícilmente calificaría yo de católicas. Y cuando nos asomamos a ese abismo, recordamos la expresión de San Atanasio: “Ellos tienen los templos, pero nosotros tenemos la fe”.
Pero otro tanto sucede con respecto al mundo. La mayoría de nosotros hemos sido también preservados con una gracia especial: estamos rodeados de familias y amigos que funcionan como una muralla firme que nos defiende de los ataques permanentes y crudelísimos del espíritu del Mal que hoy, más que nunca, se ha apoderado del Mundo. No digo que permanezcamos indemnes. Más de una vez nos alcanza una flecha negra y envenenada de los orcos que sitian la ciudadela pero, en general y por el momento, podemos permanecer dentro y resistir. Si no fuera por esas fuertes murallas hace rato que hubiésemos perecido.
Sin embargo, este vivir dentro del castillo tiene un riesgo: creer que la vida que llevamos es la del común de los habitantes de este mundo sublunar y olvidarnos que, en realidad, no es más que uno de los últimos reductos que quedan de la Cristiandad. Y por eso, a veces es saludable asomarse por algunas de las almenas y observar el campamento de los orcos.
Recibí ayer un comentario que me impresionó: creo que es de alguien que se asemeja bastante a un héroe. Es alguien que, por sus obligaciones, debe salir todos los días y pasearse por los nauseabundos asentamientos de los enemigos, y volver luego, como puede, a la ciudadela. Y resiste. Conozco muchos casos como los de él. Son los hombres fuertes.
Este es su comentario:

Esta entrada de Tollers, me hizo pensar en mis jóvenes compañeros y compañeras de oficina (veinteañeros, clase media, secundario aprobado, en general con dominio del inglés, cursando alguna carrera universitaria, con algún viaje al extranjero). Y mi comentario podría bien llamarse, “Por qué 'La Cámpora' jamás será Montoneros”.
No quiero ser demasiado duro con mis jóvenes compañeros de oficina. Pero, del trato cotidiano con ellos, no logro deducir que le encuentren a la vida sentido alguno, ni que el asunto les importe, o les preocupe en lo más mínimo. Sus vidas e intereses parecerían reducirse a: fútbol para los varones (practicarlo o seguirlo, o ambos), tocar en alguna banda (en general también los varones), ir a recitales de bandas (cosa muy importante), escuchar música todo el santo día, ya sea con auriculares en la calle, o desde Youtube en la PC, ver el Bailando, tener algún auto medianamente presentable, y una 'novia', con la cual obviamente se convive, y se fornica (esto se da por sentado. Es como respirar. A nadie le pasa por la cabeza que se pueda salir dos veces con una mujer si acostarse con ella. Y lo mismo corre para las mujeres). De planes de 'formar familia' con esa novia con la que se convive, o tener hijos, no se habla. Se está junto, y se fornica, mientras 'la pareja' funcione.
Dicho esto, el sexo en todas sus formas es omnipresente en sus conversaciones. Y narran como cotidianos o casi, comportamientos aberrantes, que hace treinta años yo hubiera juzgado inconcebibles.
Viajar también es importante para ellos. El trabajo es importante en tanto y en cuanto les dé dinero.
Y acá el asunto se agota. La política les importa nada. Los planteos filosóficos importan nada. Las religiones monoteístas -particularmente el cristianismo- son, en el mejor de los casos, aberraciones indeseables y peligrosas, y en el mejor, reliquias irrelevantes que tienen impacto nulo con como vivir la vida. La vida eterna, lo que pase luego de la muerte, nadie se lo plantea. Y es de mal gusto mentarlo. Se puede hablar, eso sí, de espiritualidades New Age, poder de las piedras, y cosas así.
O sea, son gente que vive el instante, y que no tienen concepción alguna de un sentido y trayecto de la vida. No sé como podría ser un diálogo de estos muchachos con sus Yoes maduros o viejos. De que hablarían con su Yo viejo, que le preguntarían, si nada los inquieta. Si nada, en el fondo, les importa.
Todo se parece mucho a la sociedad que describe Huxley en 'Brave New World'.
Yo ni siquiera logro darme cuenta de como consiguen vivir así, sin preguntarse nada de nada, sin ningún marco de referencia, sin saber donde hay una frontera entre el Bien y el Mal. Y este vacío realmente me alarma. Porque los vacíos no permanecen vacíos. Se llenan. Con cualquier cosa, pero se llenan.
(De hecho, creo que muchos de ellos deben de tener en su interior una desesperación que no confiesan. De lo contrario no se entienden cosas tales como el consumo desmesurado de alcohol, la entrega compulsiva al sexo, la droga, y la violencia que me comentan que se produce en los lugares de salidas nocturnas).

Fuente: http://caminante-wanderer.blogspot.com.ar/2015/06/desde-una-almena.html

El Cristo de las Trincheras

Siete mil soldados cayeron esa noche: sólo quedó en pie, desfigurado, el Cristo de las Trincheras

Siete mil soldados cayeron esa noche: sólo quedó en pie, desfigurado, el Cristo de las Trincheras
La impresionante figura del Cristo roto, última imagen que vieron miles de guerreros portugueses antes de morir.

Cerca de Lille, casi en la frontera francesa con Bélgica, entre las localidades de La Couture y Neuve-Chapelle, se hallaba asentada la 2ª División de Infantería del Cuerpo Expedicionario Portugués.

Llevaban ya un tiempo en sus trincheras aquella primavera de 1918 y muchos de los soldados lusos se habían acostumbrado a rezar al Cristo clavado en una cruz de madera que, desde su enorme altura, llevaba cuatro años contemplando los horrores de la Primera Guerra Mundial en los campos europeos.

El fotógrafo Arnaldo Garcês inmortalizó a sus pies, en octubre del año anterior, a un soldado de los que guardaban la posición en tiempos más tranquilos y aún podían acercarse al crucero, situado en una encrucijada.



Diezmados por la artillería
Pero el 9 de abril se presagiaba un enfrentamiento total. Los alemanes, en plena ofensiva, se marcaron como objetivo ese lugar. Antes de que avanzaran los fusileros, sometieron a la zona a un auténtico infierno de fuego de artillería. Durante horas cayeron las bombas hasta reducir a cenizas Neuve-Chapelle, y no sólo esa localidad se despertó muerta cuando se levantó la nube de humo y polvo: allí yacían también los cadáveres de más de siete mil soldados portugueses.

Entonces empezó a perfilarse algo más: entre la tierra y las rocas levantadas, superviviente a llamas arrasadoras y a trincheras arrasadas, derruidos el crucero y la cruz, se erguía aún enhiesto el Jesús cuya visión postrera servía de consuelo a los moribundos. Aunque rotos brazos y piernas y llagado (de nuevo) el cuerpo a base de metralla y balas perdidas, el Cristo de las Trincheras, en apariencia derrotado, se inscribía en las mejores páginas de la historia militar portuguesa. Habían aguantado la posición cuanto pudieron, hasta caer casi todos, incluido el crucifijo que, con el tiempo, habían hecho suyo.



Los portugueses lograron reagruparse y mantener las líneas, y al hacerlo no se olvidaron de su divino acompañante. Como a un herido más, éste con las piernas y un brazo mutilados y un disparo en el pecho, recogieron al Cristo para llevarlo a un lugar donde pudiese ser conservado y venerado, y se mantuvo con ellos el resto de la batalla.

Lo sentían como suyo, y fue suyo

Cuarenta años después, quienes habían estado allí no olvidaban aquella imagen, y los soldados consideraban timbre de gloria haber combatido a su lado en la conocida como batalla de La Lys. Así que en 1957 el gobierno de Antonio de Oliveira Salazar se dirigió al gobierno deRené Coty y pidió que le fuese cedido para su custodia, pasando a ser patrimonio de la Liga de Combatientes y símbolo del patriotismo nacional.

La imagen llegó a Lisboa el 4 de abril de 1958, acompañada por ex combatientes y una delegación de diputados franceses encabezada por el coronel Louis Christian. Fue expuesta para la veneración pública cuatro días en la Escuela del Ejército, y su paso por las calles de Lisboa fue apoteósico.

El 9 de abril, tras una ceremonia de honores presidida por el coronel Santos Costa, ministro de Defensa, instaló en su ubicación actual, la sala capitular del majestuoso Monasterio de Nuestra Señora de la Victoria, más conocido como Monasterio de Batalha, donde una guardia permanente rinde tributo al soldado desconocido. (Ver abajo el vídeo del cambio de guardia.)